Por Luis Martín-Cabrera
Dos imágenes. Cajamarca, 1532, Pizarro se encuentra con Atahualpa y le hace un requerimiento para que se someta a la autoridad del emperador Carlos I y del Papa Clemente VI. Para ello le entrega una Biblia y ordena a “Felipillo” su traductor que le explique que allí está la palabra de Dios. Atahualpa, hijo de una milenaria cultura oral, se lleva la Biblia al oído y la tira al suelo porque no escucha nada. El gesto desata la furia de los españoles que realizan una matanza que se salda con el asesinato de 5.000 indígenas . Mediados de los ochenta, en plena democracia, un Instituto de Enseñanza Media, como muchos otros en aquella época, organiza una excursión para visitar, El Escorial, El Valle de los Caídos y el Palacio de la Granja, es decir, los dos palacios imperiales y el mausoleo fascista de un dictador que se creía heredero y continuador de esos dos imperios. Durante el recorrido, entre bocadillos de tortilla de patata y hormonas desenfrenadas, no se hace ninguna reflexión crítica sobre la historia de estos lugares y nadie resulta sorprendido de que se nos anime a admirar la belleza y grandiosidad de los monumentos. Eso es España: un lugar donde el pasado violento se niega, se ignora, se trivializa o, pero aún, se celebra sin ningunos escrúpulos.
Los latinoamericanos que han venido he España a aplaudir al Papa harían bien recordando la complicidad de la Iglesia con La Conquista, la Cruz y la espada, harían bien recordando que, aunque haya teología de la Liberación e Iglesia de los pobres, ésta es precisamente la Iglesia que rechaza la curia romana, deberían recordar la imagen de un furibundo Juan Pablo II levantado por la solapa al sacerdote y ministro sandinista, Ernesto Cardenal, culpable tan sólo de haber luchado contra la miseria y la injusticia social. Esta historia, la de Iglesia que justificó la conquista y el genocidio de los pueblos originarios de América, la de la Iglesia de los latifundistas y los nobles, la de la Iglesia que facilitó que Franco desfilara bajo palio, es la que converge y cristaliza en el fastuoso monumento de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.Cuelgamuros, como llaman los presos al Valle de los Caídos, fue un campo de trabajos forzados y es hoy un monumento fascista, probablemente el último que pueda visitarse en Europa sin otra mediación que una guía compuesta por Patrimonio Nacional que, al menos hasta hace poco, seguía exaltando las virtudes del régimen. La propia presencia de la cruz y la estrecha alianza de Franco con la jerarquía eclesiástica ha confundido a más de un politólogo, seguidor de las teorías revisionistas de Juan Linz, que consideran que la dictadura franquista fue un régimen autoritario, pero no fascista, pues el fascismo es incompatible con el catolicismo. No llamar a las cosas por su nombre es propio de quiénes se creen no sólo dueños del dinero, sino también de los adjetivos, pero lo cierto es que el fascismo español combinó perfectamente la existencia de “células cancerígenas” en la sociedad española –la anti-España, esa amalgama de comunistas, masones, feministas, homosexuales, judíos y en general cualquiera que pensara en una sociedad más justa – con la idea de la Guerra Civil como santa cruzada contra los enemigos de la Iglesia. Como muestra valga una de las muchas citas que pueden entresacarse de los escritos de Franco: “Nuestra cruzada –escribe el dictador–no se libró contra nuestros hermanos españoles, sino contra todo el sistema que los aprisionaba. Así podemos decir que constituyó una verdadera guerra de Liberación, la indispensable operación quirúrgica que la gran invasión del mal nos exigía, llevada a cabo con el mismo dolor con que se amputa un miembro a un ser querido”.
Esta lógica responde a un concepto de soberanía específicamente fascista. Carl Schmitt, teórico de la Alemania Nazi y a la sazón uno de los maestros de Manuel Fraga, define el poder del soberano como aquél que es capaz de decidir entre la vida y la muerte de sus súbditos. El soberano está por necesidad a la vez dentro y fuera de la ley, puede suspender en cualquier momento el orden jurídico y sobre todo es capaz de dar muerte sin cometer un homicidio. La multiplicación de las metáforas biopolíticas (i.e. el cáncer marxista) y la retórica religiosa (la cruzada) son la expresión de ese poder soberano del dictador que autorizó en distintos grados, la supresión de los derechos civiles, la tortura y la muerte de todas y todos aquellos que consideraba infrahumanos.
El Valle de los Caídos es la expresión arquitectónica de ese poder soberano del que la Iglesia es cómplice y participe. El decreto mismo de fundación habla de un “lugar perenne de peregrinación en que lo grandioso de la naturaleza ponga un digno marco al campo en que reposen los héroes y mártires de la Cruzada”, pero además, cuando las cárceles franquistas empezaron a rebosar y el régimen se dio cuenta de que necesitaba mano de obra esclava para reconstruir el país, fue un jesuita, el padre Pérez del Pulgar, el que diseñó un “sistema de redención de penas” para justificar la existencia de campos de trabajo forzado, una expresión más del poder soberano del dictador. Pérez del Pulgar escribía en 1939, “es muy justo que los presos contribuyan con su trabajo a la reparación de los daños a que contribuyeron con su cooperación a la rebelión marxista” y así estableció un sistema por el cual determinados días de trabajo podían contribuir a la reducción de la condena. La idea transpiraba una tufillo de depuración espiritual, perdón y redención, pero en realidad se trataba de seguir imponiendo sobre los vencidos, la lógica soberana y deshumanizadora de los vencedores.
De ello habla muy elocuentemente el libro fundacional de Daniel Sueiro –La verdadera historia del Valle de los Caídos— en el hay un testimonio de un preso del Penal de Ocaña que cuenta que el mismo Juan Banús acudió al penal para proveerse de reclusos: “Me miró los dientes y me palpó los brazos; y me preguntó los años, claro, yo entonces tenía veinticinco, estaba en la flor de la vida, pero como no percibía alimentos de fuera de la prisión, pues estaba como un paraguas viejo, arrugado”. La cuestión, entonces, no sólo es sólo cuántos presos murieron en Cuelgamuros o si se vivía mejor allí que en la Prisión de Burgos, lo importante es que los presos eran pura vida desnuda, es decir, menos que humanos, no muy diferentes a un caballo. Esa lógica era la lógica soberana del fascismo español en su doble arista católica (la cruzada), y biopolítica (la enfermedad en el cuerpo social).
Con estos antecedentes sólo cabe calificar la consulta de José Luis Rodríguez Zapatero al Papa sobre el Valle de los caídos como una farsa total (Marx dixit: “la historia siempre se repite dos veces, primero como tragedia y después como farsa”). El Papá no tiene legitimidad ni derecho para decidir sobre el futuro de El Valle de los Caídos. Se trata de una cuestión de Estado en la que la Iglesia lo mejor que podría hacer es reconocer su complicidad en está historia de represión y terror para ganar al menos cierta legitimidad frente a la ciudadanía, no sería un mal principio para ganarse el respeto también de los laicos. Si alguien tiene que ser consultado sobre el futuro de El Valle de los Caídos son justamente los presos que con su sangre, su sudor y su libertad levantaron semejante testimonio de barbarie. Algunos, como Nicolás Sánchez Albornoz, ya han expresado en numerosas ocasiones que lo primero que tiene que pasar es que los cadáveres de Franco y José Antonio sean exhumados y devueltos a sus familias para que los entierren tan cristianamente como deseen. Mientras Franco y José Antonio sigan enterrados en Cuelgamuros (curioso para un dictador sólo autoritario ser enterrado al lado del fundador de la Falange), se seguirá cumpliendo la “ley del padre” y seguirá en funcionamiento el concepto de soberanía descrito anteriormente. De la pervivencia de esta forma de soberanía habla elocuentemente el doble rasero de la policía con los manifestantes laicos. La lógica soberana del estado de excepción antes de arrogarse el privilegio de matar impunemente, despoja a los sujetos de sus derechos; que haya quiénes puedan manifestar fervorosamente su fe y quienes sean apaleados por expresar su laicismo no es ajeno a esta lógica ni al testamento de Franco.
Por último, el Gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero habla frecuentemente de transformar el Valle de los Caídos en un lugar para la reconciliación y el perdón. Hacer esto equivaldría a no cambiar absolutamente nada, puesto que en 1959, derrotadas las potencias del Eje y en otro contexto político, fue Franco mismo el que resignificó el monumento y lo transformó en lugar para la reconciliación y el olvido. El filósofo francés Jacques Derrida nos ha recordado en un texto deslumbrante sobre la memoria del Apartheid en Sudáfrica que el perdón no puede ser un instrumento de gobernanza ni un cálculo político y que la experiencia de la justicia no debe quedar contaminada por los temas judeocristianos del perdón y la reconciliación. Dicho de otro modo: que se haga justicia o no es del todo independiente de que haya reconciliación y perdón.
Me consta que en la comisión interministerial para el futuro del Valle de los caídos hay gente valiosa como Francisco Ferrándiz, les animo a que piensen que lo que se necesita hacer en Cuelgamuros es Justicia, no electoralismo. El señor Rodríguez Zapatero todavía podría, como en Estrella Distante, la novela del chileno Roberto Bolaño, dejar una fulgurante estela al caer que nos deslumbrara a todos con un último acto de Justicia. Sin esperanza, con convencimiento.
Luis Martín-Cabrera es Profesor de Literatura y Estudios Culturales en la Universidad de California, San Diego y Coordinador de The Spanish Civil War Memory Project para recoger testimonios de supervivientes de la Guerra Civil y la represión franquista.
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